lunes, 20 de abril de 2009

Relatos de Abraham Homero (V)


Secretos profesionales

Una mujer va al dentista para una revisión. El odontólogo le indica que tiene una muela picada. El cliente decide que le elimine la caries. El dentista se la empasta, la mujer paga religiosamente y se vuelve contenta a su casa después de haber estado en manos de un profesional. Lo que no sabe, es que en la radiografía salía la segunda muela izquierda de la dentadura superior picada y el dentista le ha pulido la tercera buscando la caries. Se da cuenta del error y acaba empastándole la segunda y la tercera. El cliente no se ha enterado de nada, por supuesto. Y ha pagado con creces la revisión. Al final siempre es el consumidor quien paga, no la empresa.

Otro tipo va al hospital para operarse. Está en lista de espera desde hace dos años. Antes ha tenido que someterse a varias pruebas, cada una de ellas más comprometida que la anterior. Análisis de sangre, electrocardiograma, ingestión masiva de líquido para una lavativa; la cual le sigue una exploración rectal, toda ella visualizada por el profesional y un montón de residentes y estudiantes. Todos los resultados de esos análisis pasan a engrosar su historial médico. Finalmente, el día de la operación aparece en el pre-operatorio desnudo, únicamente con una bata verde con la que tapar sus vergüenzas y fundas verdes para los pies. Entra a quirófano y por prescripción facultativa, recibe anestesia general. A partir de ahí el especialista se pone cómodo: pone un poco de música de fondo, y comienza a trajinar entre tripas como si fuera el motor de un coche. Sin querer, ha pinchado el circuito de frenos y ha comenzado a salirse el líquido manchando el motor. Comienza a revisar la batería y observa que está peor de lo que se imaginaba. Hay que cambiarla. Las conexiones están oxidadas. Recurre al sistema de tracción trasero del vehículo para cortar y empalmar un cableado que servirá para mejorar la batería. Se ha pasado cortando. Bueno, empalma con lo que queda. Total, el dueño no se va a dar cuenta. Mientras está haciendo la operación, el cirujano, como si de un mecánico de humanos se tratara, comienza a explicar a los mozos del taller lo que estuvo haciendo el fin de semana. Mientras charla distendidamente, acaba el proceso, cierra la carrocería, le dan una mano de cera y casi como nuevo. Es hora de recoger las herramientas: destornillador, candado, llave inglesa, llave Allen, manguitos... –¡Uy! –dice. –Falta un tornillo de agarre–. Pero para entonces no hay tiempo de abrir. El número de vehículos a reparar esa mañana es demasiado. Total, tampoco lo va a echar en falta, dice. No es una bujía que podría dañar los circuitos. Es sólo un tornillo. Pero aquí no es tan fácil como con el dentista. Futuras radiografías pueden dar con el fallo. Pero para entonces, ellos ya habrán cobrado.

Nadie dice nada. Todos guardan silencio alrededor del profesional. Este tipo de publicidad es muy dañino. Si alguna vez alguien repara en el error, de forma discreta, casi a escondidas zanjan el asunto. Los medios no deben enterarse. La imagen lo es todo.

Estamos en un cásting. Se buscan los nuevos rostros del cine español. Los requisitos son muy sencillos: Chico/a de entre 18 y 25 años, con dotes de interpretación. Presentarse en el Hotel ABC día “n”, a partir de la hora “h” para una sesión fotográfica. Dos profesionales fotográficos desde primera hora de la mañana están preparando el salón que el hotel les ha cedido donde pueden tomar fotos. Van llegando los jóvenes con afán de sueños cinematográficos, a los que se les pide que sonrían ante un fondo blanco con una pizarra en las manos y un número según el orden de llegada. “Ya está”, “ya te llamaremos”, dicen muy educadamente. Todos los aspirantes a actores y actrices se marchan, albergando la pequeña esperanza de que les van a llamar. Horas más tarde, el director del cásting con el book de fotos en las manos lo va ojeando. “Feo”, dice del primero. “Caraculo”, del siguiente. Así hasta que se para en una foto de una chica guapa. La mira atentamente unos instantes y luego dice: “Gorda y tetas pequeñas”, y pasa a la siguiente. Finalmente, tras ojear un rato, apunta en una libreta: 243 y 287. Coge las fichas con sus datos y contacta por separado con cada una de ellas. Las lleva a un restaurante elegante de la capital, y les explica en qué consistiría su papel. Ellas, como es normal, se les llena la cabeza por un momento de mariposas y casi pueden escuchar sus nombres con un premio en las manos. Pero queda un detalle que las hace despertar para sentarse a la mesa de ese restaurante elegante, con un director de cásting enfrente. “Antes de todo esto”, dice el director del cásting. “Tienes que hacer una última prueba”. La 243 le pregunta. La 287 no. “¿Qué tipo de prueba?”. El director del cásting no contesta. La 243 no vuelve a hablar. La respuesta está en el aire, en ese silencio incómodo que rodea la reunión. Finalmente, el director de cásting se ve obligado a comentarlo. Se incorpora sigilosamente hacia la 243 y le dice algo entre susurros que nadie ha podido escuchar. La 243 se levanta y se va. Un camarero ha podido leer algo de los labios del director de cásting. “Mam...ada”, piensa mientras entra a la cocina con los restos de otra mesa. Seis meses después, la 287 tiene rostro y nombre en los principales medios de la industria del cine español.

Una mañana, en los principales periódicos del país aparece en titulares: “Importante golpe contra en narcotráfico”. Se abre por la página del reportaje y puede leer con más detalle todo lo acontecido al golpe. Incautados más de tres mil kilos de cocaína en el momento en que se iba a producir una venta. Requisados además, importante documentación, armas de fuego y más de cuatro millones de euros en efectivo. Al final del reportaje, el ministro, políticos y otras comadrejas; se congratulan de la buena operación realizada. Todo ha salido bien y por la noche se forman pequeños corrillos comentando la operación que no se dice en los periódicos. Un confidente de la policía, con un largo historial delictivo, es el encargado de hacerse pasar por comprador de la coca. Llevan meses preparando el encuentro, buscando la mejor manera de poner en contacto comprador y vendedor. Van con cuidado, no puede hacerse a través de los protagonistas. Esos se los dejan para el final. Hay muchos secundarios, como una cadena en la que hay que pasar por todos los aros antes de llegar al broche, momento en el que se cierra la operación. Un paso en falso y se quedan sin la cadena y el perro, un perro que pesa cinco mil kilos de cocaína y seis millones de euros. Sí, han leído bien. En el momento preciso, tiran de la cadena, llevándose por delante la puerta, el confidente y parte del perro. Se produce de forma contundente la entrada policial, empuñando fusiles y pistolas. Se les da el alto. Levantan las manos y detienen a todos los presentes. Esposados y arrodillados, es hora de contabilizar el botín. Graban toda la operación que servirá para el juicio. Sacados los narcotraficantes, ahora están solos los policías. Los representantes de la ley registran el piso de arriba abajo. Habitaciones, muebles; ni el suelo ni la escayola del techo se libran. Es hora de sacar cuentas. Están solos. “Total, es dinero de la droga”, dicen unos. “Para que se lo lleven los que vienen detrás...”, dicen otros. Es la versión moderna de Alí baba y los cuarenta ladrones. Son compañeros, amigos. Nadie lo va a descubrir. Han arriesgado su vida, “es una pequeña gratificación” piensan la primera vez. Ahora ya no. Es rutina. Saben de antemano lo que se van a encontrar. Únicamente, mientras están contando piensan a cuanto van a salir. Fuera han dejado sus coches particulares aparcados. Están tomando un break, un descanso de su dura tarea. Uno de ellos saldrá con las bolsas. ¿Qué pasa con la cocaína?, se preguntan. Bueno, la cocaína se destruirá en una cementera. Qué más da tres o cinco toneladas, todas acabarán mezcladas con el yeso de las paredes. Nadie sabe que se hará con la cocaína. Eso ni siquiera se menciona en el corrillo.

Para saber qué sucede con la droga, mejor es conocer la vida de aquellos que acabaron siendo cabeza de turco en redadas policiales. Algunos fueron cogidos en el aeropuerto, en la aduana, y cuya procedencia era algún país de Latinoamérica. Algún conocido les ofreció llevar droga a Europa; y como compensación, tendrían pagada la hipoteca de sus casas, algunos dólares en efectivo y una semana en un hotel estadounidense. Otros, simples camellos de ciudad, fueron cogidos por el chivatazo de algún confidente, aquél que el policía amigo presiona constantemente para que le dé nombres y poder tener una cuota de detenidos. Todos ellos fueron acusados por narcotráfico y tras el juicio pasaron parte de su vida en la cárcel. Al salir, algunos abandonaron aquella vida; otros en cambio, dentro de la prisión aprendieron de sus errores, y al salir optimizaron su método de trabajo. Se volvieron más cautos. Ahora, al atender a un cliente, llevan lo justo para que la mercancía, en un posible juicio pase por dosis para consumo propio. Ahora, ellos ya no buscan el consumidor final. Forman uno de los eslabones. Ya no quieren ser el camello que se expone. Ahora, siguen sencillas reglas. Estar siempre disponible para el cliente, nada de llevar el móvil apagado a las cinco de la mañana. No aceptar llamadas de quién no conoces. Si alguien llama diciendo que es amigo de uno que conocen, dicen que se ha equivocado. Y la regla más importante: no fiarle a nadie nada de droga. Porque el mejor negocio se realiza en momentos de necesidad del cliente. Ahora, cuando han aprendido a mantener las formas en la prudencia es cuando pueden decir, que ya se han rehabilitado.

Hay una feria de alimentación. El jamón es la estrella. Todo el mundo se acerca a la degustación. Junto a los jamones, hay unas fotos de cerdos enormes pastando tranquilamente en el campo. La promoción ha sido un éxito y las ventas mejor que nunca. Los visitantes le preguntan a la azafata a cerca de la vida de los cerdos. Ella no tiene ni idea, le han llamado la semana antes de empezar la feria para que esté en el stand con los canapés y los platos de jamón, nada más. Para salir del apuro, les dice cuatro palabras amables de lo que ella piensa que es una granja y ya está. Al finalizar el día, habla con su jefe del incidente. Éste trabajó durante años en empresas del sector hasta que finalmente ha conseguido establecer la suya propia, así que decide explicarle un poco cómo funcionan las granjas modernas. Cuando nacen los lechones, explica; a las hembras las ponen entre barrotes con los lechones al lado para que no los aplaste. A las pocas semanas, apartan a las crías de las hembras para cebarlas. Las meten en unos habitáculos diminutos para que no malgasten energías y vayan engordando y formando más carne, a la espera del día en que son sacrificadas. Los animales casi no se mueven de allí, tan solo cuando son más grandes las cambian a otras jaulas individuales. Si son hembras, las apartan como reproductoras y las inseminan artificialmente. Es una cadena de producción en la que la materia prima son los animales y el pienso, para obtener como producto resultante carne de cerdo de primera calidad, y como residuo; los purines, las heces de los animales, nada más. Antes, si un cerdo moría, se hacía harina de su cuerpo que servía de alimento a sus otros congéneres. Ahora ya no. Aunque para mejorar el beneficio del cerdo, no siempre se le da el pienso de mejor calidad. Política de empresa. Llegado el día del sacrificio en el matadero, por medio de una descarga eléctrica se les aturde para después, como si de una cadena de fabricación se tratara, partir al animal por la mitad, descuartizarlo, o emplearlo para hacer embutidos. Ante la explicación del jefe, la azafata solo tiene una duda. “Si la inseminación es artificial”, “¿Cómo obtienen el semen?”, pregunta. “El trabajo mejor pagado de este negocio es el de masturbador profesional de sementales”, dice mientras le tiende la mano para despedirse.

¿Qué porqué sé todas estas cosas? Trabajo en el catering de un hotel en donde semanalmente atiendo y sirvo a estos grandes profesionales cuando se reúnen, y entre copa y copa, cuentan sus anécdotas. Ellos están contentos brindando con lo que creen es cava. Pero no lo es. Se lo he servido yo. Pero, shh... no lo cuenten por ahí. Es un secreto.

10 comentarios:

Amio Cajander dijo...

demoledor... genial!!

Eulogio Diéguez Pérez (Logio) dijo...

Que se jo dan.

MAMEN ANZUÉ... dijo...

Qué bueno tu amigo, vuelve a felicitarle de mí parte¡¡;)

BESOSSSSS Y FELIZ SEMANITAA GUAPOOO¡¡

Mary Lovecraft dijo...

Brutal, impactante.

y lo mejor, tan real como la vida misma.

me gustó muchísimo este relato de Homero, lo leí con la respiración contenida.

un beso Moisés, que pases feliz martes!

jose dijo...

Coño, Moisés, no has dejado a uno vivo!

No te pases, hombre. No ves que te puede leer gente que pensaba que la vida era bella?

Bah, que les den!

Carola dijo...

jajajjaa que suerte que no soy profesional! y que los mozos de donde voy a comer me quieren mucho! ajjajajja
Igualmente hay mucha gente que se merece una mosca en su sopa.
besotes guapo! (como decís vos) ^_^
Carola

Anónimo dijo...

Jeje te has dejado a pocos sanos.

Habrá que esperar otro nuevo relato pronto??

Un abrazo!

Moisés P. dijo...

Hola a todos/as. como ya sabéis, esta entrada corresponde a una colaboración de un amigo mío cuyo seudónimo es Abraham Homero. Supongo que pronto pasará por aquí para ver vuestros comentarios.
En su nombre os agradezco a todos/as el haber dejado un poco de vuestro tiempo en esta entrada.

Saludos y feliz día

Merce dijo...

No queda titere con cabeza. Genial!
Para cuando la siguiente???

Sludiños

Anónimo dijo...

Genera confianza, oye. Me siento muuuucho más tranquila. Suerte que no ha comentado nada del conductor del metro que me llevará mañana al trabajo ni de los obreros que construyeron el edificio donde vivo ni... de un bloguero fantástico que se llama Moisés... (¡uf!).

Felicidades a Abraham por este artículo, pero excúsadme que no brinde con cava o con nada... es que... ya sabes...

¡Es la Repera! Un abrazo para los dos.

Son las....